Muchos dirán que el miércoles pasado nació un mito, una leyenda. Pero la realidad marca que ya lo era mucho antes.
Maradona, el que los más poderosos quisieron a su lado, se crió y desarrolló su inigualable talento en el barro. Lo desparramó por el mundo entero y nunca olvidó sus orígenes. Jamás dejó de ser el Pelusa de Fiorito.
Su historia en el fútbol es un cuento perfecto. Basta suponer cuántos de los jugadores que vemos patear un cuero cada domingo soñaron jugar un Mundial durante la niñez. Pero, ¿de quién hay registro audiovisual pronunciando esas palabras cuando era apenas un chico? Sí, de Diego. Del más grande futbolista de todos los tiempos. Del que redefinió ese sueño, que pasó a ser el de convertirse en Maradona.
Su foto levantando la copa y el gol a los ingleses alcanzan -todavía- mayor dimensión al recordar aquellas hermosas imágenes en blanco y negro, en una cancha de tierra, con los ojos llenos de una inocencia que atraviesa la pantalla y emociona.
Fue la máxima representación del ser argentino, con todo lo que eso implica. Contradictorio, discutible; pero también brillante. El mismo hombre que nos enorgulleció y nos hizo imposible tantas veces defenderlo. Le dio alegría a un pueblo completo. A quienes aún lo veneran y a quienes años después fueron sus detractores. Y por eso se lo llora como se lo llora.
Quizá Maradona tenga un poco de lo que cada uno de nosotros quiso que tenga. Y, al mismo tiempo, vivió todas las vidas que él quiso en sólo sesenta años.