Hoy Mara está libre luego de 50 años de cautiverio y de dolor… y ya no será más “la elefanta que baila” también.

Mi historia con Mara empieza en el verano marplatense de 1990. Mi abuelo, que vivía por allá en aquel entonces -y amaba consentir a sus nietos-, nos llevó de visita al reconocido Circo Rodas. Pocos recuerdos tengo de esa visita a mis 3 años, pero nunca me olvidé de Mara, una elefanta asiática de pocos años de edad, y la principal atracción para grandes y niños. La recuerdo pequeña para ser un elefante, y se llevó toda mi atención. Tanto que solía imaginariamente armar elefantes en un diminuto 2 ambientes de la calle Falucho: “Mirá mamá! Mara”, decía mi mini-yo montando los almohadones del sillón cama del living comedor. Siempre la tuve presente en mí…

Algunos años más tarde -más precisamente en 1998-, Mara ya se encontraba en el Zoo de Buenos Aires, librada de los azotes domadores y las cadenas, pero condenada a vivir en una jaula grande con otros 2 elefantes africanos. En aquel entonces yo ignoraba que era la misma elefanta que me conquistó en Mar del Plata.

En ese mismo año, mi hermana mayor participó por el soñado viaje a Bariloche en el programa de TV “Feliz Domingo”. Como era el Día del Niño, el programa se realizaría en el zoológico, y los participantes debían llevar a sus hermanos menores. A mí, como buena caradura que soy, me dieron la tarea de recitar un poema alusivo a la fecha, casualmente frente al “recinto de los elefantes”. Entre chistes, una elefanta (Mara, aunque yo no lo sabía) estiraba su trompa para agarrar mi galera roja, color de la tribuna participante. Quedó todo en una anécdota y en alguna grabación en VHS perdida por ahí. Aún no sabía que nos volvimos a encontrar y que no sería la última…

En el año 2008 y ya con casi 20 años, vuelvo al Zoo, esta vez como empleada del mismo. Eso me daría otra mirada de ese lugar “mágico”, lleno de animales que de otra forma nunca conoceríamos.

La primer historia que me llamó la atención -entre otras muy tristes-, era la de “la elefanta que baila”. Miles de personas recorrían el Zoo cada día, y todas, al pasar por su jaula, se reían cuando ella movía su cabeza hacia abajo y hacia arriba, encogiendo sus patas… “Baila” decían, pero nada estaba más lejos de esa idea.

Un día, entre charlas “zoologicales”, una compañera me contó que “la elefanta que baila” era la famosa Mara, aquella elefanta maltratada por años en el Circo Rodas. Me acuerdo de ese instante como si me estuviera pasando ahora mismo: me largué a llorar, superemocionada, porque volvía a encontrarme con mi mascota imaginaria de la infancia. Y seguí llorando, pero ya no de emoción, cuando me cuenta que lo que Mara hacía no era bailar, sino que realizaba un movimiento involuntario, traumático, por el maltrato al que estuvo sometida en el circo. En aquél mismo lugar donde nos conocimos por primera vez, donde para mí era una atracción, pero que para ella no significaba más que dolor.

Al dejar de trabajar en el Zoo, también dejé de ir de visita, y comprendí que algunas cosas que creía divertidas, simplemente no estaban bien: el descuido de los animales, el estado de muchos recintos, y el abandono generado por la ambición económica de los empresarios de turno se hacían notar, y los reclamos de las organizaciones en defensa de la vida animal eran cada vez más fuertes.

Tras declararse en quiebra el Circo Rodas, Mara ingresó el 16 de octubre de 1995 al ex Zoológico de Buenos  Aires (hoy Ecoparque Porteño). Como no pudo ser considerada un bien para la justicia, fue entregada allí considerándolo depósito para el animal, donde pasaría otros 25 años encerrada.

Hace algunos meses -al enterarme de su posible liberación-, sentí que muchas de las ideas erradas que tuve conmigo hasta entonces se liberarían con Mara.

Su traslado duró casi 5 días (un poco menos de lo que se estipulaba) debido a que las rutas se encontraban vacías por la cuarentena. A pesar del largo viaje de más de 2700 km (dentro una caja enorme, con un peso de 5600 kg y más de 5 mts de largo), Mara llegó al santuario en perfecto estado de salud y ánimo, según cuenta el equipo que la acompañó en este último viaje sobre ruedas y tras las rejas.

Hoy, luego de 50 años acosada por la mirada de los humanos, Mara  respira aire puro en un predio de 1200 hectáreas en el Santuario Global para Elefantes, en Mato Grosso, Brasil.

Siente la hierba bajo sus patas, curadas de las viejas cadenas del circo, y está cambiando su dieta de balanceado seco del zoo por hojas verdes. Tiñe su piel con baños de tierra colorada, y comienza finalmente a vivir como merece. Tiene nuevas compañeras a las que está comenzando a reconocer, y una amiga especial llamada Rana con la que comparte paseos y comida. Sus cuidadores, sorprendidos por esta cercanía, dicen: “lo más probable es que no estén genéticamente relacionadas sino que sus caminos se hayan cruzado en otro momento de sus vidas”.

 Quizás. Como me pasó a mi con ella.

Por María Carolina Marta.

Fotos y video: Edu Machiavelli, Global Sanctuary for Elephants

Mara y Rana ¿reencontrándose?