Conocida es la historia de Napoleón Bonaparte, el francés de la mano adentro del saco. Comenzó sus campañas militares en el siglo XVIII y un recorrido que lo llevó a convertirse en 1804 en el primer Emperador de su país. Con el objetivo de expandir el imperio de Francia y adueñarse de toda Europa, fue conquistando territorios y haciéndose de poderosos enemigos. Pero no estamos aquí para hablar de su vida. Tampoco de la disolución de Estados europeos, o los nuevos límites que su marcha estableció. Tampoco de las guerras napoleónicas o de su caída en Waterloo.

Sucede que a 11.063 kilómetros de distancia, en Argentina, más precisamente en Buenos Aires, hay un mito que recibió el mismo nombre que el militar, aunque no generó ningún debate. En toda la superficie comprendida entre las vías del Ferrocarril General San Martín, Avenida Dorrego, Avenida Warnes, Paysandú, Avenida San Martín, Avenida Estado de Israel y Avenida Córdoba nadie duda de las hazañas de Napoleón. En Villa Crespo ese nombre es indiscutible.

Habrá que remontarse a 1936. En ese tradicional barrio porteño los clubes de fútbol Atlanta y Chacarita todavía tenían sus canchas pegadas una a la otra, sobre la calle Humboldt. En las instalaciones funebreras pasó algunos días uno de los tantos perros abandonados de la zona, mezcla de salchicha y callejero, tocayo del francés. Quien lo encontró fue Camilo Di Bella, portero en la sede tricolor. Pero como no había lugar para alojarlo, se lo regaló a Francisco Belón, otro habitante del barrio, hincha fanático de la contra y uno de sus primeros socios.

Decidido a convertir al pichicho, su nuevo amo le dio la bienvenida al tiempo que lo adiestraba con una pelota y, a gusto con su nueva vida, Napoléon no tardó demasiado en cruzar de vereda. Así fue que el cachorro se repartía entre su hogar y los campos de juego en los que se presentaba el Bohemio, porque el plantel lo adoptó como mascota. Cada vez que saltaba al verde césped con el primer equipo, el can posaba para la foto, le chumbaba a los rivales, se entretenía con los de azul y amarillo en el precalentamiento, corría, gambeteaba y cabeceaba el esférico. Luego miraba los partidos desde la platea. Los hinchas lo quisieron de inmediato y se transformó en un miembro más de la escuadra. Atlanta le dio la bienvenida con los brazos abiertos y él abrazó sus colores para siempre.

Por aquellos años el equipo jugaba en el fútbol grande. Y, como la campaña era buena, empezó a salir de excursión para apoyarlo en otros estadios. El mismo Francisco Belón lo escondía para subir al tranvía.

Todo mito tiene una fecha consagratoria, un lugar para empezar a ser héroe. A Napoleón le tocó en Remedios de Escalada, sur de la Provincia de Buenos Aires, durante un partido con Talleres de aquella ciudad. Cuenta la leyenda que al saltar de los brazos de su compañero, una bomba de estruendo lo ahuyentó y, aterrado, escapó por debajo de los tablones. El resultado al final de la primera mitad fue catastrófico: 0-5.

Pasado el susto, durante el entretiempo, apoyado en sus cuatro patas decidió que era momento de regresar. Su amo encontró consuelo y Atlanta, su idea de juego. Y lo que parecía imposible se convirtió en realidad: el club concretó una remontada histórica. El encuentro terminó empatado, 5 a 5. Crecía la figura de Napoleón que, ahora también, hacía milagros. Ya no podría faltar ni de local ni de visitante.

Para abril de 1938 llevaba dos años instalado en el corazón del barrio, acompañando al club a todos lados. Era tan necesaria su presencia que se pensaban estrategias para engañar a los guardias y subirlo a los transportes. En eso estaban Belón y su barra de amigos una tarde antes de visitar a Estudiantes en La Plata. Discutían las maniobras para esconderlo en el tren.

Llamado desde enfrente por otro de su especie, en un momento de distracción humana, Napoleón corrió. Cruzó la calle Muñecas y lo atropelló un auto Buick negro. Su partida enlutó a Villa Crespo. Bah, al deporte argentino. Si hasta en los medios de alcance nacional hubo avisos para despedirlo. El diario Ahora tituló: “Murió el as del fútbol porteño”.  
El adiós fue difícil. Algunos pensaron en cremarlo y esparcir las cenizas en el campo de su querido club. Hay también quien sugirió enterrarlo. Para otros esa jamás iba a ser una opción: ¡Napoleón no iba a descansar entre funebreros! 

Finalmente lo embalsamaron. La tarea la realizó un aficionado taxidermista del barrio. Le puso un correaje de cuero marrón con un escudo de Atlanta y debajo de sus patitas delanteras, su juguete preferido: la pelota. Después de una estadía en la sede, regresó junto a los Belón. Las generaciones pasan, pero la familia lo sigue cuidando.

Sobre las tribunas hoy alienta otra camada de hinchas que lo vuelve a ovacionar cuando regresa al Don León Kolbowski para cada partido importante. O como pasó en el centenario de la institución en 2004. Esa vez entró a la cancha, lo llevaron en andas y dio la vuelta olímpica, como les pasa a las figuras de un equipo campeón. Si se festeja algo él dice presente. Ya no están los vecinos de Chaca en la calle Humboldt. Pero Napoleón sigue ahí. Tan indiscutible como de costumbre.